Una esquina, un bar, la boca del subte, el diario debajo del brazo.
La sombra de los edificios grises de los edificios blancos
(porque sólo hay edificios grises y blancos)
las veredas para ir acompañado
por una persona a la izquierda
y otra a la derecha,
un té para tomarlo despacito
con los señores que se encuentran todos los días
con el mismo pocillo de café
que siempre tienen algo que contarse, en el bar de esta esquina
porque mis bares siempre están en las esquinas, para que en cualquier
momento, pueda escaparme por alguna de sus calles.
Y entonces ponerme a jugar en medio de los gatos naranjos,
de los gatos negros, arrancar un durazno,
abrazarme con alguien,
estirarme en el pasto, amar, abrirme
sentirme, soltarme el pelo, y girar, girar, girar
girar con una inmensa pollera blanca.
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